Desconozco por qué pinto. Siempre he sentido el ímpetu de pintar como una obligación, como si una voz dentro de mí me empujara constantemente a dejar un registro de mi visión de la vida y de mi paso por este mundo. Aún siendo un niño, quizás de 4 o 5 años, recuerdo que en un club de campo del cual mi familia era miembro, me quedaba en la piscina sentado a una orilla observando el movimiento del agua, sus ondas, su textura, sus colores, y cómo la luz rebotaba transformándose en oro. No sé por qué pasaba horas observando el agua, como suspendido en el tiempo, simplemente mirando. Disfrutaba esta sensación de contemplación, sintiéndome parte de algo más grande que yo.

Esa es la misma sensación que encuentro cuando pinto. La pintura me conecta con lo trascendente. Es un ejercicio de introspección y me hace entender lo efímero y divino de la vida.